El bar que hay al final de mi calle no tiene mesas hechas de palés ni tapas vegetarianas. No tiene regaderas convertidas en floreros, ni gin tonics con movidas, ni cuadros que nadie entiende. Las sillas son de propaganda desparejadas a despropósito y hay sacos de comida de gato en el pasillo del baño. Y el dueño cruza con un parroquiano borracho las vías del metro para que llegue a casa a salvo.
Esos son los sitios a los que me gusta volver.
Y es que
yo sí soy de esas.
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