Me dejaron caer.

En quien siempre confié mi equilibrio, soltó la mano.

"Me dio un calambre"

"Yo también estoy cansada"

"Apretaba demasiado"

Estoy en el suelo, aprendiendo a andar (siempre me dijeron que yo volaba).

Y ahora no sé si es que nunca tuve alas

o se me han olvidado de tanto arrastrarme.


Soy lo que me excita, me emociona y me provoca asco hasta la náusea.

Lo que me envuelve y me aterroriza hasta que siento calambres en las manos.

Soy la piel erizada, el llanto incontrolable. La lágrima que no aparece.

El dolor punzante y profundo. El ronroneo ante el placer.

La explosión.

Soy el músculo tensionado, el desvío de mirada, el calor inoportuno.

Y lo que hago para seguir adelante.


 Me pareció raro porque no hablaban.

Iban de pie, en una esquina del bus, abrazados, pegados el uno al otro al 90%.

Se miraban y se cogían las manos. Se acariciaban imperceptiblemente los dedos con los dedos.

Así todo el trayecto.

¿No tendrán nada que decirse?

¿O es que no tienen que evitar con palabras el abismo?

- ¿Por qué no bebes? ¿Estás tomando antibióticos?

- No. Es que estoy existencialista.

Juro que pretende ser normal.

 Soy feliz.

Una adulta eficaz, eficiente, al día con sus impuestos.

Pero de vez en cuando siento nostalgia de mi peor versión:

más libre, más ruidosa, más llorona.

Menos complaciente.

Muy mal educada.

Echo de menos a esa cabrona.